Los que me conocen saben que soy fan de Resident Evil. Hace una semana me gasté media quincena en un Xbox, que tiene la única finalidad de -cuando vuelva a tener dinero- darme horas y horas y horas de sangre y matanza zombie (aunque ya no son zombies) (y bueno, a los zombies por obvias razones no se les puede matar). En general soy fan de los las tramas de los survival horror.
También los que me conocen saben con cuánta pasión devoro películas de suspenso -si incluyen zombies, mejor-. Y aunque no incluyan zombies, el temor y la angustia que me provoca una película es directamente proporcional a la fascinación que va creciendo en mí mientras la veo. Y es que desde siempre he sido fan de la supervivencia.
Todo esto lo atribuyo a que desde que era muy muy chavita, la muerte me ha obsesionado. No tenía ni diez años cuando ya me angustiaba la idea de morirme. Hoy la acompañan otras angustias: el miedo a envejecer, el miedo a estar sola, el miedo a morir sola. Pero creo que por eso disfruto tanto ver películas en las que la gente se enfrenta a eventos sobrenaturales que ponen su vida en peligro; ganen o no ganen, ese es un mundo aparte, imposible.
Sin embargo, no me miento ni les miento: Siento una -entre macabra e inocente- alegría por lo que está pasando en este momento. Me preocupa la gente que pueda enfermarse, me preocupa que mi familia y amigos se enfermen, me preocupa que yo me enferme. Pero lo cierto es que me despierto y espero una noticia ligeramente fatal, enciendo las televisión con la curiosidad de ver algún mensaje trágico en cadena nacional, disfruto el nudo en la garganta que se me forma al viajar en el metrobús rodeada de desconocidos.
Imagino que soy de los últimos sobrevivientes a la enfermedad que todos pueden llamar como quieran, pero que podría ser cualquier cosa y me daría igual... Es el ver las calles vacías lo que me pone así: adrenalinosa.
No conforme con la sensación de desolación y tristeza que ya puede sentirse en el ambiente, hoy tembló. Los que me conocen sabrán que soy muy sensible a los temblores: me refiero tanto al momento de percibirlos como al momento de lloriquear como nenita después de que pasan. Vivir en Tlatelolco no me ha ayudado, ahí los temblores se sienten como de 5 grados Richter más. Pero hoy estaba en la oficina y no lo sentí, solo supe que estuvo cerca de los 6 grados y lamenté un poco no haber estado en mi edificio para tener mi acostumbrado ataque de pánico. Nah, la verdad estuvo bien no tenerlo. Después los celulares no servían y me preocupé. Llegué a mi casa y encontré el polvito que se cae de las paredes cada vez que tiembla:
Y por si todo esto no fuera suficiente, a las 6:15 de la tarde más o menos se vino un ventarrón loco que tiró un árbol y rompió uno de los ventanales de la oficina (la de la imagen no es mi oficina y eso que está roto no es un ventanal). Como que quiso llover, pero ya hubiera sido demasiado. Sin embargo, se fue la luz en la colonia Florida y algunas aledañas y el panorama era más o menos este:
Para cuando llegué a mi casa [después de rozarme con la pelusa del metrobús sin tapaboca (tapaboca per RAE) ni nada así], me sentía extrañamente contenta y satisfecha. Veía la luz del sol meterse entre los edificios de Tlatelolco y pensaba en que quizá Chuck Palahniuk tiene razón: Cada generación desea ser la última. La música que me gusta ya nunca pasó de moda, no hubo más libros nuevos que leer después de que yo muriera, no hubo nuevos descubrimientos. No vi a los autos volar a cien metros de altura, pero nadie más los vio. No leí en el encabezado de todos los periódicos que la cura para el SIDA había sido descubierta, pero ya no había a quién curar. No vi a mi hijo a los ojos, pero nadie volvió a ver a sus hijos a los ojos. No descubrí una doctrina ni una religión que me satisficiera; pero los que sí adoptaron alguna se la pelaron tanto como yo. Nunca tuve mucho dinero ni fui hermosa, pero al final eso no hizo ninguna diferencia para nadie. El mundo se detuvo conmigo cuando cerré los ojos.
Sin embargo, a quién quiero engañar. Llegué a mi casa y me sentí Melvin Udall. Me lavé las manos y los brazos hasta los codos, copiosamente, luego me las desinfecté con alcohol. Me quité la ropa y la dejé en el bote de ropa sucia. Me puse la pijama, me lavé la cara y fui a abrazar a mi mamá, porque pase lo que pase, la verdad es que la idea que más me gusta es la de sobrevivir. No seré hermosa, ni tendré mucho dinero, ni veré autos voladores a cien metros de altura; pero ni por el mejor de los survival horrors en vivo renunciaría a la capacidad de imaginar, recrear, jugar en Xbox y ver en películas el temor a la finitud vencido por mi Chicago Typewriter de un millón de pesetas.