martes, octubre 17

Epidemia de tristeza en la ciudad

Gracias a Quino por la foto, visiten su flickR

De repente parece que todo está deprimido. El ambiente se pone grisecito, llueve un poco pero no lo suficiente como para excusar la abrupta entrada en algún lugar donde se pueda pasar el tiempo sin tener que pagar algo. En pocas palabras: se está triste pero no tan triste como para refugiarse urgentemente en algún lado.
Y es que no hablamos de la tristeza esa que inunda los sentidos y no deja pensar en nada más. Es más bien una pequeña incomodidad. Se puede hacer cantidad de cosas: escuchar música, comer una sopa maruchan, diseñar un currículum. Pero el sentimiento incómodo subyace en todo lo que hacemos. A veces pasan cosas que nos hacen olvidar momentáneamente la epidemia. Eventos afortunados: encuentros casuales, conversaciones escritas, alguna llamada, consejos que siempre se agradecen. Y después, basta un momento de soledad, basta mirarse en el espejo para ver la moribundez que somos. Basta recordar y casi sentir arrepentimiento, pero no llegar a ese estadio. La tristeza no es suficiente.
¿Cómo diferenciar el grado de nostalgia más alto que se puede alcanzar si en alguna medida (a veces más alta, a veces baja) siempre me ha compañado una nieblita inseparable? Una nubecita negra, un dolor que se permea por todo simulacro de felicidad. Azote.
Todo me da tristeza. La canción de James, el celular que no suena. Y a fin de cuentas qué. No porque haya breves paréntesis que hacen llevadera la vida se debe creer que eso es para siempre.
No cerraré con una gran y sublime cita. No invitaré a una depresión general. No, porque ya ni yo me la creo. Mejor dormir y esperar que la vida se resuelva sola.